sábado, 11 de agosto de 2012

La Ley y el Caos. (II)






Escribía Alberto Garzón, en su artículo Un signo de dignidad, lo siguiente:

"Vivimos una crisis ideológica que se manifiesta en el cambio de cómo la gente concibe e interpreta su realidad más cercana. La concepción del mundo que había sido dominante hasta ahora se resquebraja y todo está en duda. Se cuestiona que los políticos y economistas sepan qué hacer, que las instituciones políticas sean útiles para resolver los problemas, que las entidades financieras sean fundamentales, que haya democracia, que las empresas privadas sean superiores a las públicas, que la policía defienda al pueblo, y también -y es lo que aquí nos ocupa- que la propiedad privada sea sagrada y esté por encima de otros derechos como el de la vivienda o la alimentación.
Algunos denunciarán que la acción del SAT es ilegal. Efectivamente, lo es. Pero la cuestión no reside en saber en qué lado de la frontera jurídica cae, sino en si es una acción legítima y digna o si por el contrario no lo es. Y cuando sabemos que las necesidades humanas básicas pueden satisfacerse técnicamente pero el único obstáculo para conseguirlo es el propio marco institucional, diseñado en beneficio y garantía de la gran empresa y las grandes fortunas, es cuando acciones como las del SAT recobran toda su naturaleza revolucionaria y de justicia social. En ese punto la ilegalidad es legítima y contribuye a preparar el terreno para un cambio institucional que primero y ante todo ha de construirse en el plano ideológico".


La última afirmación no es del todo correcta, a mi entender, porque, siendo cierto que los cambios legales e institucionales, se construyen antes en el plano ideológico, lo que me cuestiono es que la realidad que vivimos sea producto de la ausencia de normas e instituciones que puedan dar cobertura a actuaciones que den respuesta a las necesidades de los ciudadanos. Lo que denuncian, por la vía del impacto visual de las imágenes, los hechos de Écija, es que un fin, que no es ajeno a los objetivos de la ley como que la personas tengan garantizado el sustento, hoy tiene que hacerse realidad por la actuación directa de los ciudadanos para exigir que no se les deje sin nada en una sociedad en la que sobra de todo. Es decir, si los gobiernos no actúan, o lo que hacen sirve sólo para llevar a las personas a límites incompatibles con la dignidad humana, la pregunta es ¿quién está respaldado por la legalidad?, ¿el que exigen el cumplimiento material de la ley, es decir la práctica de lo que la ley persigue?, o ¿el que impone según sus intereses ideológicos solo el respeto de las normas formales, aunque éstas incumplan sistemáticamente su contenido?.

Dicho de otra manera, si los gobiernos cumplieran el artículo 128 de la Constitución, si ninguno de ellos dejara de entender que no hay un interés general más evidente que la realización efectiva de los derechos humanos, (esos que nuestra constitución consagra en su Título I vinculando a los poderes públicos como establece el artículo 9 haciendo realidad los valores que propugna el artículo 1), si PP y PSOE, de espaldas al pueblo soberano, no hubiesen roto en mil pedazos la Norma Suprema siguiendo los dictados de una potencia extranjera, ( artículo 135 C.E) ni el SAT ni nadie cuerdo hubiese hecho nada para evidenciarlo.



La ley, en si misma, el Derecho promulgado, no es culpable de este desastre. Mas bien, es fruto de la ausencia de aplicación del derecho, o de su aplicación torticera. Al menos no todas las leyes, ni las mayoría de las más importantes, al menos desde el punto de vista de la justicia material y que el pueblo haya refrendado directamente con su voto, están siendo causas del mismo. A esta situación nos han llevado la prácticas interesadas o desconocedoras de la ley y de los valores que la ley propugna, es decir de falta de ética y de principios democráticos de los que nos desgobiernan gracias a la mentira y a su difusión por los medios de intoxicación masiva. La ocultación sistemática al pueblo de las leyes que nos protegen y de los dictados que realmente obedecen.

Podemos y debemos cambiar las leyes, si estas son fuente de opresión, todas las que amparan que la injusticia y la arbitrariedad sean la norma; Pero antes, haciendo valer las normas que tenemos, los ciudadanos, los juristas y los jueces debemos hacer el esfuerzo de aplicarlas con todo poder a los que las vulneran y las traicionan.

La ley es nuestra mejor arma cuando todos ejercemos nuestros derechos y deberes y las instituciones cumplen con rigor su función legal.

Si no es así, la ley no es tal. Si las leyes son letra muerta, si son discrecionales emanaciones de un poder arbitrario y oculto, si son un mecanismo al servicio de la opresión, si nadie desde las instituciones reacciona con todas las posibilidades e instrumentos que las leyes actuales ofrecen contra la macabra rutina de “robos” oficiales, atropellos y estafas financieras, contra los causantes de desahucios, del paro lacerante de millones de personas de todas las edades, del “holocausto generacional” de nuestra juventud a la niegan hasta el más mínimo futuro, (no ya ese futuro en el que ellos y nosotros hemos invertido muchos dinero y esfuerzo que es hoy quimera); si las leyes ya nada aseguraran a nadie por mucho que cada uno haga por si mismo, esta sociedad está condenada a rebelarse contra esta locura institucionalizada, precisamente, para dar vida a la ley y evitar el caos.

Decimos los juristas que las leyes penales son la "última ratio", el último recurso del que se dota el Estado de Derecho, cuando han fallado todas las demás normas para que los ciudadanos hagan lo que la sociedad espera de ellos.

¿Qué recursos le quedan a los ciudadanos cuando el funcionamiento del Estado no se atiene al Derecho, ni las instituciones cumplen sus obligaciones legales y funciones para las que fueron creadas y los ciudadanos esperamos de ellas?

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