viernes, 26 de agosto de 2011

CRISIS DE VALORES Y ACUERDO CONSTITUCIONAL


La crisis, se ha dicho por muchos incluido el Papa, es una crisis de valores. Aunque en sus argumentos cada uno lleva el agua a su molino, es importante ese reconocimiento porque esa crisis no se resuelve con la bajada de la prima de riesgo o el aumento de la productividad. La existencia de una crisis ética profunda nos exige a todos un replanteamiento de nuestros esquemas personales y colectivos. Como no somos islas, como vivimos en permanente interrelación en una mezcla de competencia y cooperación, las revisiones de lo personal nos iluminan sobre lo colectivo y viceversa.
Para los que hemos discutido -más en la teoría que en la práctica- y contestado la situación anterior, incluso cuando parecía que no había motivos porque, aparentemente, la mayoría de la población “vivía mejor que nunca”, esta crisis es una confirmación de nuestra insatisfacción. Manteníamos que los logros económicos eran números en un papel que reflejaban crecimientos cuantitativos, beneficios empresariales, niveles de renta indiscriminados. Esos números eran el  resultado de excluir a los que no contaban para nadie, no estaban en las estadísticas, ni tenían, ni tienen hoy, presencia real en nuestras vidas, ni incluían el coste del derroche para las generaciones futuras o la capacidad de renovación de recursos naturales. Aquellos polvos y estos lodos, han sido el resultado del “dejar hacer” del liberalismo económico, del utilitarismo y del consumismo hedonista guiado por la satisfacción de necesidades impuestas por el marketing.
Antes de la debacle algunos colectivos no estaban satisfechos, otros lo estaban sin ser conscientes de que no tenían motivos para estarlo, pero ya sabemos que eso era intranscendente pues para el sistema hay que estar a la utilidad total del mismo, aunque el reparto de utilidades y beneficios sea objetivamente injusto y desproporcionado. Si en unas épocas ese lucro ha exigido la esclavitud de seres humanos, la necesidad de la guerra, de la colonización, la explotación y miseria de otros pueblos, la discriminación de las razas, de las mujeres, el establecimiento de clases sociales, hoy, a la pervivencia de algunas de estas maldades, se añade la negación del futuro a nuestros jóvenes y la vuelta a un estado de inseguridad y malestar general que va afectando a capas cada vez amplias y que condena a las nuevas generaciones. De eso partimos, en eso estamos, los que nos gobiernan siguen con la misma lógica para preservar los mismos incuestionables intereses de una minoría aún cuando los acontecimientos delatan los errores e inviabilidad del sistema. La consecuencia es que el monstruo necesita nuevas victimas por eso ya hay países que en la pretendida solución de la crisis global vamos a tener que ser sacrificados.
Dentro de estos países también se plantea el conflicto por el reparto de los sacrificios. La solución está siendo, a modo de ejemplo, que los que empezamos a trabajar a los 12 años terminaremos a los 70, mientras muchos jóvenes no tienen posibilidades de incorporarse al mundo laboral. Se está optando por la subida de los impuestos indirectos que no tienen en cuenta el nivel de las rentas, los que pagamos todos por igual. Por la privatización de los servicios públicos, por los recortes en las prestaciones, por reducir el gasto y el empleo público en los servicios esenciales para los ciudadanos.
Desde la política, en países como España, Grecia y antes Portugal, las bases electorales que han mantenido a partidos que se pensaban hacían más llevadero el impacto de las políticas liberales, los graneros de votos, que es como se nos ha tratado, de los partidos de izquierda están hoy siendo atacadas por esos mismos partidos mientras venden esos sacrificios como inevitables. Ahora, dirán algunos de estos votantes, los nuestros vienen a por nosotros. Esa es la base de la crisis política, del No nos representan.
La respuesta de las amplias capas insatisfechas, se está empezando a dibujar, se está empezando a organizar con la ayuda de las redes sociales, se van sedimentando ideas y planteamientos nuevos, pero los referentes políticos, que debieran haber encauzado el descontento y planteado soluciones, hace tiempo que fueron asimilados por el sistema y puestos a su servicio. Supongamos que es a eso a lo que llamamos crisis de la izquierda, con la consecuente inexistencia de respuestas diferentes a través de un sistema institucional representativo que, con las reglas actuales, no es percibido como fuente de soluciones sino de problemas.
El conflicto que de la situación que vivimos resulta es de una gravedad extrema. Es patente que está fuera del control de los que estarían llamados a dar respuestas y esa amenaza nos interpela a todos a buscar respuestas urgentes y eficaces pues en otro caso el desastres estará servido.
Tradicionalmente situaciones parecidas pero menos profundas se resolvieron recurriendo a los conflictos bélicos. Sin descartar que esa salida se proponga con cualquier excusa (como de hecho vemos nunca ha estado libre la humanidad de esa lacra), desde luego nada será como lo que hemos conocido. El nivel de compresión de la realidad y conocimiento de nuestra historia, por un lado, el desarrollo de nuevas tecnologías de la comunicación, por otro, y el nivel destructivo de una guerra de la misma escala de las más recientes, son argumentos contrarios a lo que de otra manera ya se habría producido.
Sin embargo los ataques especulativos a las monedas, las guerras por el petróleo, las tensiones comerciales, son síntomas de un conflicto mayor y ya irresoluble con este sistema: la supremacía de los mercados a costa de la vida de los seres humanos y de la naturaleza. Lamentablemente, el sistema se resiste a los cambios, ni siquiera a mínimas reformas pues está diseñado para depredar al máximo, es su instinto.
Esa es la realidad a la que nos enfrentamos, seamos conscientes o no, y nada va cambiar si no cambiamos nosotros, pues el sistema se alimenta de los valores que nos ha inoculado. Subjetivamente esta realidad nos puede llevar a la desesperación y el fatalismo, o a una nueva civilización que supere con nuevos valores lo que de otra forma sería inevitable. Estamos condenados a la esperanza, a confiar en nosotros mismos, en nuestras capacidades que son muchas, en nuestra creatividad, en la capacidad de análisis y respuesta, de adaptación y cambio a circunstancias cada vez más extremas. En este mundo global el futuro dependerá de lo  que todos los seres humanos demostremos.
Para empezar debemos sumar y construir, sustituir la competencia desordenada por la cooperación, el diálogo constructivo a todos los niveles, el logro de grandes consensos cuyos resultados son al mismo tiempo cada vez más inexorables y urgentes porque está en juego la supervivencia.
No partimos de cero. Los consensos básicos nos vienen impuestos por valores irrenunciables que forman parte de la esencia ideal de toda persona humana. La efectiva realización de los derechos humanos en todo el planeta, los formalmente establecidos y los que se reconozcan como producto de nuestra reflexión colectiva sobre su necesidad. Pensemos en los derechos de las generaciones futuras, esos que hoy sabemos que serán de imposible realización al ser incompatibles con la depredación de todos los recursos que estamos haciendo desaparecer para siempre.
Es evidente, al menos para mi, como la historia que nos ha llevado a este estado de cosas lo demuestra, que el futuro, si existe, no puede venir impuesto por una ideología, religión, o sistema preconcebido al que se nos someta por la fuerza. Es decir, el valor de la libertad de conciencia, pensamiento, y expresión individual no es prescindible en ningún caso, y deberá estar sólo limitada para ser compatible con la libertad del resto.
Desde un marco ideal, teórico en cuanto que desconocido en el devenir histórico, la libertad va unida de forma esencial, al respeto de la libertad ajena.
Pero esta libertad de todos y cada uno no existe en abstracto sino en las condiciones que las hacen posible, por lo que nuestra libertad está obligada a conseguir que esas condiciones para la libertad del otro estén siempre presentes. Todos estamos obligados a definir esas condiciones mínimas de libertad y desarrollo humano que es la tarea que nos lleva a establecer derechos y reglas justas y por igual para todos, que no son límites impuestos, sino acordados desde nuestra propia libertad.
En palabras de Rawls “Un individuo que se dé cuenta de que disfruta viendo a otras personas en una posición de menor libertad entiende que no tiene derechos de ninguna especie a este goce. El placer que obtiene de las privaciones de los demás es malo en si mismo: es una satisfacción que exige la violación de un principio con el que estaría de acuerdo en la posición original”. Es decir, la situación inicial hipotética en la que ciudadanos racionales, iguales, y libres, bajo el velo de la ignorancia de su propia situación actual o futura, acuerdan escoger los principios que satisfagan los bienes sociales básicos, entre los que señala derechos, libertades, oportunidades, ingresos, riqueza, y el autorespeto.
Nunca hemos estado en esas condiciones de libertad, igualdad y racionalidad para escoger y acordar las normas y principios. Éstas siempre se han impuesto desde el poder de unos sobre otros, desde una posición real de desigualdad, y, la mayoría de las veces, de opresión e injusticia. Por tanto, las reglas no han sido acordadas libremente sino que son el resultado de la lucha por el poder del que emanan.
Conseguir que podamos decidir las reglas justas de convivencia y logro de nuestras necesidades y satisfacciones, las normas de este juego de decidir como seguiremos decidiendo entre todos, desde una posición de igualdad y libertad en beneficio de todos y de cada uno, es una decisión cada vez más urgente.