sábado, 3 de marzo de 2007

EL BAR DE PIOBAS

EL BAR DE PIOBAS (Antes Bar del Pelliza) Me arrastra a escribir el recuerdo del Bar que fuera llevado por mi padre, del que entonces era dueño mi abuelo Tomás, y regentara, antes que mi padre, mi Tío Antonio El Pelliza. Los recuerdos se mezclan en distintas situaciones (cuando había baile, a la hora del vino o del café de la tarde, el aguardiente de la mañana) y aparecen en cada una distintos personajes. Al mismo tiempo también cambia el decorado: cuando estaba todo el bar diáfano, cuando estaba partida la habitación del televisor, cuando la barra estaba al frente según se entraba, o cuando al principio estaba al fondo a la derecha, con una ventanita a la izquierda de la barra por la que mi madre pasaba las pocas tapas que se vendían entonces. Con el tiempo, el recuerdo más vivo es el de mi padre a las seis menos cuarto, en invierno, en la mesa camilla a la entrada a la derecha, vendiendo billetes de la Catalana. Allí iban llegando los viajeros a Córdoba, los costilleros que llevaban los sacos de zorzales para que se vendieran en la capital, de “extranji” como era natural. Dugo y Pepe Levanta, tomaban el café con los primeros que se despertaban en el pueblo, aquellos a los que la necesidad de una copa de aguardiente o coñac, tiraban de la cama. Era el momento de las primeras bromas, de ponerle buena cara a la mañana. Como todos conocían el genio de mi padre, ya entraban provocando, buscándole la boca. A veces ni eso hacía falta, el que entraba lo miraba, sonreía a medias y mi padre otorgaba su respuesta riéndose “pa dentro”; se le iluminaban los ojos brillantes, y un movimiento entre el hombro y la cabeza, servía de contestación. Eso que ahora llamamos complicidad no era entonces otra cosa que vivir y beber la vida a pequeños sorbos de felicidad inventada, no dando respiro a la desdicha que nos cercaba por todos los frentes. Volviendo a mi padre, y su incontestable buen humor, era el pretendido tamaño de su cabeza lo que más juego le daba a la hora de sacarle partido para ese menester de pasarlo bonito. Contaba sin complejos una anécdota en la sobrerería Russi de Córdoba, en la que por fin encontró una mascota que le estuviera bien. Cuando le pidieron veinte duros dijo que no se la llevaba. “Llévese usted la mascota porque sino no encuentra otra para su cabeza”. “Véndamela usted si quiere encontrar cabeza para ella”, fue la respuesta. Mi padre tenía algo que impedía el mal ambiente en su presencia, aunque no las acaloradas discusiones, casi siempre de toros, ya que no soportaba al torero de la época: El Cordobés. Gustaba mi padre de los toreros de arte: El Viti, Diego Puerta, Ordóñez, y todos los que no hicieran “charlotás”, que es como él calificaba al toreo del “Renco”, (apodo de Benítez en Palma del Río). En ese ambiente entrañable, a la hora del vino de medio día y de la noche, se juntaban, entre otros, Rafalín el de la María, el hermano del Borrego, tan estoico y altivo con sus gafas negras que destacaban en su cara pecosa y sonrosada, Caamaño que era tan distinto al resto, lo recuerdo generoso pasándome una entrada del cine cuando no me daban para ella y ponían una mejicana del Oeste, de Los tres hermanos Diablos: Juan, Julio y José; Frasquito, era el hombre tranquilo y bonachón que sabía estar como nadie en un mostrador; José el Cantinero un hombre que tenía cara de haberse peleado con la vida y que se fue pronto, cuando le estaba ganando…, Algarrada y Pepino llenaban medio mostrador, mientras el pobre “Alegre”, el marido de la Josefa, sentado a cierta distancia, omnipresente, tan flaco, que no sabíamos de dónde le salía aquella voz, tan fina pero tan firme, tan irrefutable: “¡Viva Rusia¡”. Ese grito era para mí el necesario contrapunto al continúo “Viva España” que tanto chocaba en la patria de la escasez y la supervivencia. Porque, bromas parte, cada uno llevaba su cruz, pensando en que no faltara algo que llevar a la mesa, o no tener que ir a “por fiao” a la cantina, o pagarle algo de la trampa de pan a la Amelia. De vez en cuando veías que dos compadres, bajando la voz, se hacían confidencias sobre sus dudas en coger la maleta, “porque me ha llamado mi hermano, o mi amigo fulanito, que nada más llegar ya están todos trabajando”. Alemania, Barcelona, Valencia eran destinos más frecuentes en Ochavillo que Bilbao o Madrid. Por tanto el humor era un producto de primera necesidad. En el bar de Piobas se servía diariamente como las copas de “sol y sombra”, para que la vida también fuera una mezcla digerible.


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